La cicatrización de las heridas es un proceso
biológico mediante el cual se reparan los tejidos vivos, luego de una lesión.
Cada herida es única en su tipo, pues depende de su gravedad, de la persona que
la presenta, de su estado de salud y de sus hábitos de vida. El proceso de
reparación comporta distintas fases, las cuales, dependiendo del tamaño de la
herida, pueden durar más de un año. No obstante, hay heridas las que no se les
puede determinar cuándo sanarán o si alguna vez cerrarán. Las heridas que se
ven a simple vista corresponden mayormente a lesiones del tejido epitelial; y
es normal las atendamos urgentemente, ya que cualquier descuido podría producir
una infección aún mayor.
Sin embargo, hay heridas que, debiendo ser atendidas
inmediatamente, quedan expuestas, abiertas y sin cuidado; por lo que hieden y
supuran constantemente, a veces, a través de los años. Muchas de ellas no son
apreciadas a simple vista, pues se encuentran en lo profundo de nuestro ser; y
aunque algunas han sido causadas por nuestros semejantes, las más complejas han
sido causadas por nosotros mismos al cometer errores y pecados que destruyen
nuestra estima y dignidad. El ser humano sufre constantemente por el dolor
producido por estas heridas. Dice el profeta Isaías: «Desde la planta del pie
hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga;
no están curadas ni vendadas ni suavizadas con aceite» (Isaías l:6).
Jesús, en su infinito amor, vio esas heridas en el
corazón de las personas. Antes de atender la enfermedad física socorría la
enfermedad espiritual producida por el pecado, diciendo: «Ten ánimo, hijo; tus
pecados te son perdonados» (Mateo 9:2). La Biblia presenta esta sanidad como la
más necesaria y urgente de todas. El remedio que ha provisto el cielo está
accesible y es potente para curar hasta la más profunda de esas heridas. La
sanidad de nuestros pecados puede ser posible gracias al sacrificio del
inmaculado Hijo de Dios. Dice la Escritura: «Mas él fue herido por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, cayó sobre él el
castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados» (Isaías 53:5).
Cristo vino a sanar las heridas que el pecado dejó en
el corazón. Con indecible amor, también a ti van dirigidas las amantes
palabras: «Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados». El remedio ha sido
provisto. ¿Todavía no lo crees? Pues ¡mira la cruz! Su amor libra al alma de
culpa y confiere vida y salud. Bendiciones
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