La experiencia más dura por la que puede pasar un ser humano es la de afrontar la pérdida irreparable de la vida de un hijo, de un padre, una madre, un esposo o esposa, un hermano o un amigo entrañable.
He visto con mis ojos el dolor que punza el alma de quien la sufre. Madres que han estado a punto de perder la razón al ver sus brazos vacíos, su vientre seco.
Adolescentes que han perdido hermanos y cuyos ojos se fijan en el horizonte, como buscando esperanza donde se pierde la visión, ajenos a este mundo y todo lo que ocurre a su alrededor. Hijitos, niños y no tan niños, cuyas lágrimas les nublan los ojos haciéndoles perder toda alegría, toda sensación de protección o seguridad.
El versículo de hoy es confortador de verdad. Jerusalén, la ciudad de Dios, tenía un gran problema: se sentía abandonada y atribulada en medio del dolor. El Eterno, el gran Jehová de los ejércitos, parece inclinarse desde el gran universo y, señalando las palmas de sus manos, le dice: “Aquí, en este lugar donde me es imposible olvidarme de ti y no comprender tu sufrimiento, te llevo esculpida. Tengo una escultura tuya en las palmas de mis manos. Delante de mí siempre están tus muros”.
Los muros eran el símbolo de protección de una ciudad. La seguridad de la ciudad, de todo lo que contenía y de sus habitantes y de los moradores de las aldeas cercanas dependía de la fortaleza de esos muros. Así que Jehová levanta sus manos, mira sus palmas y sabe si estás en peligro, si estás amenazada, si estás dolorida, si lloras. Si esa gran pérdida –cualquiera que sea- está a punto de destruirte. Al saber esas cosas, actuará en consecuencia.
Encuentro interesantes estos pensamientos, que Elena compartió con una mujer que atravesaba una seria enfermedad: “Confíe plenamente en Jesús. El no la dejará ni la abandonará… tan solo deje que la paz de Cristo inunde su alma.
Sea fiel en su esperanza, porque él es fiel en su promesa. Coloque su pobre mano nerviosa en su mano firme y deja que él la sostenga y la fortalezca, que la alegre y la reconforte”.
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