Desde antes de venir a esta tierra, el Señor Jesús estaba dispuesto a subordinarse a la voluntad de Dios. Dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7; Salmo 40:7). Cuando vivió aquí, atestiguó: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Tomó el lugar determinado por Dios y se humilló a sí mismo. En ese camino el Señor Jesús fue hasta la cruz, siendo hecho maldición por aquel cuya voluntad vino a cumplir.Quien toma un lugar tan humilde, se acarrea el desprecio del mundo. El Señor Jesús también se sometió a ese menosprecio. Renunció a todo lo que podría haber sido su voluntad. De antemano sabía que sería abandonado, incluso por sus discípulos, y se sometió a ello. Pero el Padre estaba con él y, para glorificarle, Cristo se hallaba dispuesto a ser abandonado por los seres humanos.Entonces Dios lo hizo pecado por nosotros. Esto fue lo peor para el Señor Jesús. Se sometió a ello porque no había otro medio para salvarnos. Dios así lo quiso, y finalmente debió desampararle. A nuestro Salvador no le fue concedido ningún alivio o ayuda. En esa hora sólo le quedó la fuerza de su amor por su Padre y por la humanidad. Perseveró hasta que pudo exclamar: “Consumado es”. Había cumplido la voluntad de Dios en todo.Ahora podemos rendirle loores, con agradecimiento y adoración, por haber expiado nuestros pecados.
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